Cuando era niño y adolescente, incluso cuando andaba ya por los veinte años con las dudas existenciales en busca de una identidad que esquivaba convenientemente, la llegada del verano devenía una fiesta. La verbena de San Juan, las largas vacaciones en la segunda residencia junto a la playa, el reencuentro con los primos y los amigos de temporada estival, los juegos al escondite en el jardín, los paseos, las visitas a la feria, la heladería, el cine de verano al aire libre, el agua del mar transparente, las olas gigantes en aquellos días de bandera roja, los aperitivos bajo el toldo, los partidos de tenis y la piscina del club, los domingos en la piscina de Poboleda con su agua helada y las comidas en la mítica La Venta, las paellas en La Gaviota…Eran veraneos de privilegio, despreocupados, de prendas ligeras, de comidas sin horarios. Arrancaban el 23 de junio y se prolongaban hasta el 10 de septiembre cuando regresábamos a Barcelona para preparar la rentrée al Liceo Francés.
Veraneos de lecturas interminables. Balzac, Hugo, Proust, Camus, Saint-Exupéry, Zola, Flaubert…Veranos de las primeras discotecas - Georgia, luego Quartier, Flash -, las primeras miradas, los primeros escarceos en la dirección equivocada, de cartas y postales escritas a las amistades del colegio que siguen estando presentes en mi vida. El verano que dejó de ser largo y cálido, porque toca ya modificar los adjetivos. Con el paso del tiempo ha devenido gracias al cambio climático, en el interminable e infernal verano.
Porque sí: calor ha hecho siempre, pero esa expresión de « no se puede estar al sol » no era tan recurrente hace treinta o cuarenta años. La proliferación de cánceres de piel solían ser una anécdota y no una realidad cada vez más presente. Y, a pesar de las advertencias, sigo viendo en el club o cuando regreso bordeando la playa la imagen de la imprudencia. Extranjeros de piel lechosa transmutados en gambas a la parrilla, habituales no ya luciendo un moreno engañosamente saludable, sino a dos grados de parecer carbonizado.
¿Y las noches? ¿Qué hacemos con las noches tórridas - llevamos siete noches en Barcelona que no bajamos de los 27, y nos esperan tres más -? Sí, tengo aire acondicionado en el salón, pero no parece tirar demasiado. Dispongo de una mini torre ventilador que coloco en una de las mesillas de noche, pero ya no se trata de eso. Perdí el ritmo del sueño y me parezco cada vez más al pobre Heath Ledger que tenía problemas de insomnio.
Así que, ayer a las tres de la mañana, cogí la botella con agua fría, unos trozos de sandía y me puse a revisar esa obra maestra que es Brockeback Mountain.
Hoy es posible que duerma mejor. Para ello me he acercado hasta Delacrem Terra y me he tomado una terrina con helado de leche merengada, sorbete de albaricoque con AVOE y helado de avellana de Reus.
Me ha bajado la temperatura corporal de golpe a la par que me ha generado un placer multiorgásmico en las papilas gustativas a cada cucharada. Sin duda los mejores helados de la ciudad.
Si tengo que quemarme en el infierno, que sea muriéndome de gusto.
Muchas veces pienso en eso, en lo diferentes que son los veranos de cuando eran libros en blanco en los que todo podía pasar. Y nunca sé si es que cambian porque nos hacemos mayores o porque los veranos ya solo son infiernos, como bien dices. Vivo también en Barcelona, y es cierto que las noches están siendo terroríficas. Ánimo, ya nos queda un poquito menos.